sábado, 2 de septiembre de 2017

ANDAR POR CASTILLA (XXIX): HUETE (Cuenca)




            En línea recta, desde el punto más meridional de la serrezue­la de San Sebastián, entre los términos de Illana por Guadalajara y de Mazarulleque por Cuenca, la villa de Huete no queda más allá de quince kilómetros de distancia del límite alcarreño de las dos provincias.
            Uno se decide a llenar media docena de cuartillas hablando de Huete, después de haber leído mucho acerca de la ciudadela conquense más importante de aquel rincón de la Alcarria; después de haberse informado de lo más importante de su historia, de sus costumbres, de su arte múltiple e incomparable, de sus peculiares maneras de vivir y de su paisaje. Por lo demás, la visita ha sido breve, fugaz, un viaje de tránsito con el único fin de situar sobre la física realidad de la villa toda esa serie de conoci­mientos con los que ya se cuenta.
            Presenta Huete hoy todo el aspecto de un pueblo distinguido, cabecera de comarca, con movimiento especial en hora punta durante día de mercado. Son muchos menos que antes -pues los modernos sistemas acabaron con aquella necesidad del tiempo de nuestros antepasados- los ciudadanos de los pueblos limítrofes que acuden puntuales en la mañana del sábado a la mercadería. Hay, eso sí, gente en los bares, recogidos a la sombra como protegiéndose junto a al tubo de cerveza del calor de las doce. Entro a comprar dos postales en una tiendecilla céntrica. Me gustaría volver a visitar la exposición de pinturas del Museo Florencio de la Fuente que se guarda de manera continua en el convento de la Merced. No sé si estarán abiertas al público las puertas de la Fundación; pero ando con demasiadas prisas, como para dedicarle el tiempo que merece, y prefiero pasar de largo. En el Museo existe una estupenda colección de pinturas de autores famosos, como Picasso, Dalí, Vázquez Díaz, Benjamín Palencia y no sé cuántos más, conseguidos todos ellos -a base de sacrifi­cios y dejando colgado de un clavo su patrimonio- por don Florencio de la Fuente, a quien llegué a conocer, un hombre de comedida estatura y de inmenso corazón, entrado en edad, que ha querido dejar como herencia perpetua a la villa de Huete todo aquel tesoro. Paso junto a la fachada, larga y de seguidos balcones, del antiguo convento, archivo de arte por tradición y, según se ha dicho, también por destino; pues de él procede el magnífico "Cristo con la Cruz" del Museo Diocesano de Cuenca, en la mejor réplica que plasmó el Greco sobre lienzo, en torno a un tema por él tantas veces repetido, y que voló hacia los expositores catedralicios de la capital de provincia, cuando el convento de la Merced comenzó a manifestar los primeros síntomas del abandono.

            Es difícil darse cuenta en estos tiempos, al menos que se llegue a Huete ex profeso o por casualidad en cualquiera de sus dos fiestas más representativas, de la dualidad y de la legenda­ria rivalidad de sus dos barrios: el de Atienza, sanjuanista de artesanos, y el de San Gil, de quiterios agricultores. Rivalida­des festivas que marcaron a la villa y, aunque el viento de la modernidad no sople en favor de las tradiciones, ni siquiera de las más arraigadas como ésta de los quiterios y sanjuanistas de Huete, por siempre permanecerá en el recuerdo, y en los escritos también, como una de sus manifestaciones históricas más señeras y más reconocidas.
            La villa de Huete fue en la historia de fundación romana con el nombre de Opta. Tuvo castillo moro, cuyas llaves debieron ser una de las piezas de más valor que la princesa Zaida, hija del rey moro de Sevilla Ben-Abed, aportó en su dote como esposa al rey castellano Alfonso VI. La reconquistó en 1085 Alvarfáñez de Minaya, el año de su paseo triunfal por tierras de la Alcarria. De sus conventos e iglesias -diez dicen que tuvo- son todavía realidad, ruina o simple recuerdo, aparte del espacioso y ya referido de la Merced, los de San Francisco, de Santo Domingo, de San Benito, el colegio de la Compañía de Jesús, el de Nuestra Señora de la Misericordia, el de religiosas de Santa Clara y el de San Lorenzo Justiniano; algunos de ellos, quizás, bajo otros nombres o advocaciones en tiempos diferentes. Son sus patronas la Virgen de la Merced y las santas Justa y Rufina, si bien el fuerte de las devociones lo acapara el milagroso Nazareno, resto de la imagen de "Jesús el Rico" de la iglesia de San Pedro, salvado en parte de la profanación e incendio indiscriminado al que en 1936 se vieron sometidos tantas iglesia y conventos. Hubo otro Nazareno, "Jesús el Pobre", que se veneró en la parroquia de San Nicolás el Real de Medina y que fue imposible poner a salvo de las llamas cuando la guerra civil. De la imagen auténtica del Nazareno de Huete se conservan la cabeza, la mano derecha y los pies, el resto del cuerpo desapareció en las llamas. Se desconoce quién fue su escultor; pero cuenta la tradición que una vez terminada la figura completa del Cristo, ésta habló con frase lapidaria que bien conocen las gentes de Huete:"¿Dónde me viste, que tan bien me retrataste?" A lo que el artista respondió hincado de rodillas: "En mi corazón, Señor". Consta que los reyes de España, siempre que pasaban por Huete en sus frecuentes viajes hacia los baños de La Isabela, se detenían a rezar ante la imagen del Cristo. Felipe IV le regaló una casaca bordada en oro, de la que se pudo hacer una túnica que todavía se conserva.

            En los subsuelos de su término se extrajo la cabeza del toro ibérico, el famoso "torete" de Cuenca, que es con mucho la más popular de las variadas muestras de la alfarería conquense y, desde luego, la más representativa de todas ella, como embajador de la artesanía tradicional de aquella provincia. El singular hallazgo se muestra al público en una de las vitrinas del Museo Arqueológico de la capital; otra muestra más de la importancia de la villa alcarreña en el cómputo general de los valores históricos, culturales, artísticos y costumbristas, de la vieja Castilla. 
            Se podría seguir hablando -con entusiasmo, pero nunca con pasión- de este pueblo callado y de su pasado nobilísimo, como puede verse; y se hablaría de sus hijos ilustres, entre los que habría que contar a ocho obispos, nada menos; y se podría hablar de su frondosa Chopera, tan ligada a la estampa de Huete, y de sus cantos y tradiciones populares un poco más a fondo, y del buen hacer de sus gentes honradas y emprendedoras, y de toda su comarca como rama nada desdeñable de esta Alcarria común en la que somos y vivimos, con todos sus encantos y con sus defectillos endémicos también, pues todo cuenta.

            Las tardes largas y apacibles del verano, pueden ser ocasión propicia para descubrir esta importante ciudad de extramuros, de la que apenas en este relato se da una sucinta referencia.