lunes, 22 de mayo de 2017

ANDAR POR CASTILLA: MADRIGAL DE LAS ALTAS TORRES (Avila)


ANDAR POR CASTILLA (XXVI):
MADRIGAL DE LAS ALTAS TORRES (Ávila)

         No puedo negar que desde mis años de adolescente me empezó a interesar esta importante villa de la Moraña, señora por su historia y por su contenido artístico, esencia de la más refinada castellanía. Desde Cantalojas, era verano, el camino es fácil, un poco largo quizás: Riaza, Segovia, Arévalo, y a media hora más de carretera uno puede permitirse el capricho de adentrarse en lo que en otro tiempo fuera su importante cerco de murallas por la puerta que dicen de Arévalo, la situada más al este de las cuatro que todavía existen en Madrigal. Le tenía muy buena lay a esta villa desde muy antiguo, repito, pues debió de ser por aquellos primeros cursos del antiguo Bachillerato cuando tuve noticia de su existencia, como lugar en el que un 22 de abril de 1451 vino al mundo la reina Isabel la Católica; aquella idea se marcó para siempre en mi memoria y no menos su nombre, tan pomposo, tan solemne, tan rotundo e irrebatible, cuando hasta entonces yo había creído que no había en todo el mundo un nombre más bonito que el de mi pueblo.
         Madrigal de las Altas Torres, casi nada. Después he sabido que cuando la reina nació, sólo se llamaba Madrigal, que lo de las Altas Torres le vino cuatro siglos más tarde, que en realidad lo de “altas” fue un error, que lo que se trató, para distinguirla de cualquier otra Madrigal de las que hay en España, fue apellidarla de las “Albas Torres”, y con el error, que le cae muy bien, por cierto, ha llegado hasta nosotros, y con él -qué más nos da- la conocemos y la admiramos. Don Camilo J. Cela, dice de él “demasiado nombre para tan poco pueblo”, lo que no deja de ser una opinión, que yo respeto y hasta cierto punto comparto.  Los no más de mil quinientos habitantes que puede tener hoy se deben sentir orgullos de ello, y nosotros también.

         La comarca de la Moraña, de la que Madrigal de las Altas Torres puede considerarse como su capitalidad, es famosa entre los cazadores por sus inmejorables condiciones cinegéticas. De la historia de la villa se sabe que tuvo por primera señora a doña María de Molina, obsequio y título que le otorgó su propio hijo el rey Fernando IV, en el año 1311. Por su situación en plena llanura, no debe extrañarnos que en lejanos tiempos se protegiera de un potente cerco de murallas y gran cantidad de torres, cerca de cien, de las que todavía quedan muchas de ellas, además de cuatro puertas de entrada en distintas direcciones que se solían cerrar durante la noche. El cerco de murallas está catalogado de bien cultural.
         Como tantas villas y ciudades más de la ancha Castilla, Madrigal se nos muestra salpicada de iglesias, de conventos y de palacios, donde el ladrillo se empleó como principal elemento para su construcción. Hoy, considerado su valor en la Historia, la encuentro como un poco dejada de la mano de Dios, y sobre todo de la mano de los hombres.
         La Plaza Mayor es, como corresponde a la categoría de la villa en su pasado, espectacular sobre todo en amplitud. En mitad de la plaza se alza, un poco solitaria creo yo, la estatua en bronce sobre elevado pedestal de Isabel la Católica, y por aquí y por allá los típicos bancos donde se sientan al sol o a la sombra, depende, los más viejos del lugar deseosos de conversación.


         - ¡Que plaza más bonita! –le digo a un anciano medio adormilado sobre un banco a la sombra en un lateral de la plaza.
         - Sí señor –me responde. La mejor de todos estos pueblos. A la de la estatua sí que la conocerá usted.
         - Todavía no me he acercado a verla; pero me imagino que se trata de la reina Isabel la Católica –le contesto.
         - Hombre, claro. Era una mujer muy guapa. Hace poco salió en la televisión no sé cuantas veces.
         - Además fue una buena reina, y una gran persona según se dice en los libros.
         - Ya lo creo que lo fue. Entre ella y su marido, el rey Fernando, que era aragonés, pusieron en orden las cosas en España. Podían darse una vuelta por aquí ahora, que buena falta nos hace ¿No le parece a usted?
         - Desde luego que sí. ¿Cómo se vive en Madrigal?
         - Pues ya lo ve, vamos tirando. Hace veinte años el pueblo tenía doble de habitantes de los que somos ahora. Los jóvenes se marchan a buscarse la vida en otros sitios, y los viejos se van muriendo. Lo natural.
         - ¿Vienen muchos turistas?
         -Nunca faltan; pero el pueblo no vive de los turistas. Cuando vienen, se dan una vuelta por el pueblo, entran en las iglesias si están abiertas, sacan cientos de fotografías y enseguida se van.

         Las iglesias de Madrigal, al menos las que yo visite, son dos: la de San Nicolás de Bari y la de Santa María del Castillo.      

miércoles, 10 de mayo de 2017

ANDAR POR CASTILLA: BRIHUEGA (Guadalajara)





           A veces suele ocurrir que éste o aquel otro lugar escondido en los rincones de la memoria, vuelve a poner no sólo el corazón, sino también los pies en movimiento. Acercarse a Brihuega desde la capital de provincia en una limpia tarde de abril, es algo que está al alcance de cualquier ciudadano que lo desee. El tiempo a emplear, ya se sabe, media hora de viaje a una velocidad más que prudente, y otros tantos para el camino de vuelta disfrutando del paisaje, que por aquellas fechas en la Alta Alcarria, a eso de la caída de la tarde, suele ser bastante sugestivo.
            Una vez allí, y después de haber saboreado a placer el agua de cualquiera de sus dos fuentes -en Brihuega las fuentes nunca vienen solas- que cubren la entrada al Parque de la Alameda, lo aconsejable es colarse por debajo del arco que dicen de la Cadena, teniendo sobre las sienes y en la imaginación, la trifulca guerrera que recuerda al caminante una plancha de apretada lectura que aparece sobre la piedra clave de la histórica puerta y que, nadie lo diría, da paso a la plazuela de Herradores y a las callejas más evocadoras y sugerentes de la vieja villa, para concluir, no mucho después, en la otra plaza, en la plaza grande, que allí se le sigue llamando con su nombre de toda la vida: la Plaza del Coso.
            La Fuente Blanquina -bonito nombre-, es uno de los monumentos más representativos y más bellos que tiene Brihuega. Los doce caños en línea de la fuente manan a todo manar sobre un pilón común que acoge toda el agua. Uno piensa que sólo el desagüe de la fuente Blanquina debe de formar un arroyo más importante en contenido que tantos riachuelos de postín como aparecen los mapas, con su característico trazo azul rodeado de afluentes. Ni qué decir que luego de haber servido para regar los huertos que los hábiles campesinos cultivan en la vega, el agua que todavía sobra de ésta y de las demás fuentes que tiene Brihuega, irá a parar a las gargantas del Tajuña.

            Cruzando hacia la calle de las Armas, el pueblo muestra de un tiempo a hoy el lustre ocre de sus más modernos edificios. Los laureles sobresalen por encima de las tapias de los jardines en varias de sus calles. En la de las Armas me encuentro con una casona antigua que llama la atención. Los escudos de familia en blanco alabastrino que adornan la entrada, son como timbres que sellan el talante señorial de su casco histórico. Hay una señora sentada sobre un banco al final de la calle, muy cerca de la casa en donde se lucen los cuedos. Es una anciana amable y decidora, una mujer atenta y de fácil conversación.
            - Qué casa más bonita tienen aquí.
            - No está mal. A los que vienen de fuera les gusta verla.
            - ¿Quién vive en ella?
            -Viven dos vecinos. Todo eso es de unos que seguro que los conoce usted. Les decimos los Pepitos. Son de los más conocidos de Brihuega.
            Produce un verdadero gozo andar por estas calles que bajan hasta la Plaza del Coso, donde las viviendas con más de un siglo de antigüedad se sostienen sobre columnas de piedra, dejando en el frescor de la sombra los típicos soportales alcarreños, parte de la histórica estampa de Brihuega.
            La Plaza del Coso, tan evocadora y tan cargada de luz, se encuentra a estas horas de la tarde casi desierta. Un grupo de turistas se asoman a la “Cueva Árabe” a través de la reja. El pueblo se torna más interesante a medida que nos vamos aproximando al “Pradillo de Santa María”. Son muchos y muy distintos los motivos que, cuando se llega a este lugar, llaman nuestra atención. Creo que la última vez que anduve por aquí aún duraba, espeso y bien pegado al muro, el manto de yedra que tapizaba el añoso paredón del Castillo por esta parte.
            En el Prado de Santa María, a un lado y al otro los arcos en la muralla de las puertas de la Guía y del Juego de Pelota, hay una romántica fuente-surtidor, un par de juegos de parteluz en el muro de la Peña Bermeja, y una serie de placas conmemorativas con las que Brihuega recuerda hechos y personas cuyos nombres, con el mejor criterio, considera que jamás debieran desparecer: “Don Jesús Ruiz Pastor Serrada. Brihuega agradecido, 4 de Septiembre de 1969”. Sobre un tremendo pedrusco se sostiene el busto ennegrecido del famoso empresario al que la leyenda se refiere. No lejos, y ahora en dos sencillas placas, se rinde homenaje a los hermanos Sebastián y Diego Durón, insignes músicos briocenses, y a la memoria del maestro Cabezudo, compositor y director de la banda de música local durante cincuenta años. Sépase, sin que ello tenga parangón posible en ningún otro lugar de la provincia, que Brihuega se distingue a lo largo de su historia, entre otras atribuciones más que aquí dejaremos pasar de largo, por su importantísima tradición musical, ya que los hermanos Durón, por ejemplo, allá por la segunda mitad del siglo XVII en que vivieron, y el maestro Jesús Villa Rojo en este tiempo nuestro, son nombres señeros en la creación y en la ejecución instrumental del “divino arte”, difícilmente superables.
            Desde los barrotes de hierro que en brihuego de andar por casa llaman “los guinches”, que salvan del precipicio a derecha e izquierda la explanada del Prado de Santa María de la Peña, se pierde ante los ojos la vega del Tajuña, con sus bancales de tierra mullida, sus huertecillas verdes y el continuo sonar del agua que corre.
            La gente pasea por los senderos que avecinan a las murallas hasta perderse en la sombra por el camino que cruza al otro lado del arco. Por estos alrededores el arco se llama de Cozagón, antigua puerta principal de entrada a la villa, levantada en el siglo XIII sobre la vía que llegó desde Brihuega hasta Toledo, por la que entraron y salieron tantos grandes personajes de la antigüedad: reyes, príncipes, arzobispos y cardenales, como en siglos pasados anduvieron por allí. Todavía, en su forzoso abandono, el arco de Cozagón ofrece al caminante sus ingentes volúmenes de piedra sillar en la que prevalecen, tras larga batalla ganada el tiempo y a los elementos, las marcas de los canteros tardomedievales.
            Son muchas más, infinitos, los temas de interés que en este trabajo se han pasado por alto y que resultan injustificables al hablar de Brihuega: la Virgen de la Peña; sus famosos Jardines; algunas de sus leyendas y conocidas historias, como la de la princesa Elima.
            Sería imperdonable obviar, una vez situados en estos parajes que rodean a Brihuega, cómo dos batallas de las más importantes que registra nuestra Historia se dieron aquí. Me refiero a las que han pasado a la posteridad con los nombres de “Batalla de Villaviciosa” y “Batalla de Guadalajara” respectivamente.
            La primera tuvo lugar en la llamada “Guerra de Sucesión”, entre los ejércitos del Archiduque Carlos de Austria y los del francés Felipe de Anjou, ambos pretendientes al trono española tras la muerte sin sucesión de Carlos II, último rey de los Austrias. Una vez que la suerte de Valencia se decidió en Almansa, las muestras de alegría de los soldados del futuro Felipe V fue grande. En diciembre de 1710 los aliados se vieron derrotados en Brihuega y en sus vecinos llanos de Villaviciosa. El futuro rey en persona estuvo al frente de su ejército, que salió victorioso. La victoria del de Anjou sirvió para instalar en España la dinastía Borbónica.
La “Batalla de Guadalajara” tuvo lugar por estos mismos campos durante la Guerra Civil Española entre los días 8 y 13 de marzo de 1937. Las tropas italianas (50.000 hombres) respaldadas por otros 20.000 al mando del general Moscardó, resultaron ser inoperantes. El tremendo desastre, presente todavía en la memoria de muchos ancianos de estos pueblos, lo contó con bastante precisión y detalle Ernest Hemingway, en crónica estremecedora que concluye con estas palabras: «Brihuega tendrá un lugar entre las batallas decisivas de la historia militar del mundo.»     


martes, 2 de mayo de 2017

SANTUARIOS MARIANOS DE GUADALAJARA




            Tal vez sobrepasen la cifra de dos centenares los santuarios marianos que existen en la provincia. Demasiados como para que sea factible el hacer referencia a cada uno de ellos. Tampoco sería correcto sentar como firme la idea de que en este corto trabajo se vayan a mencionar siquiera los más importantes, pues son varios los factores que determinan el interés por cada uno, nunca exentos de subjetividad: factores históricos, etnológicos, religiosos, e incluso literarios, los que habría que manejar sin pasión alguna, y ello resulta complicado de llevar a término en asunto tan delicado como el que aquí nos ocupa.
            En abierta primavera climatológica, y evocando del modo más sutil los viejos recuerdos de nuestra niñez en el medio rural, donde a tantos nos cupo la suerte de asomarnos a la luz por primera vez, como plantas silvestres nacidas a su antojo, parémonos a pensar en estas radiantes tardes de mayo en aquellas ermitas solitarias de nuestra tierra que, apartadas de donde vive la gente, perviven tras el pasar de los siglos como lámparas encendidas en honor y alabanza a la Madre de Dios. Luminarias de fe prendidas al paisaje donde, a pesar de los pesares, todavía se reúnen en determinadas ocasiones multitud de romeros y de excursionistas, y lo que es mejor, recias almas de lugareños que en la soledad del campo se acercan al piadoso ventanuco de la solitaria puerta, rezan una oración, y dejan prendido a la rejilla tras la que se ve la imagen un puñado de flores amañadas de las que da la tierra. Almas pueblerinas de buena sangre, en cuya poquedad se luce colmado hasta los bordes el vaso de la suprema sabidu­ria.
            No hace mucho tuve ocasión de pararme a descansar de un viaje por aquella sierra en la ermita de Los Enebrales. La visión de las montañas, con firlachos de nieve sobre las cubres, empapaban el ánimo del viajero con impresiones de un mundo en el que el solo hecho de vivir ya ofrece visos de aventura. Los campos de Tamajón que hay junto a la ermita, se embravecen como homenaje a la Señora.
            El capítulo más glorioso de la historia de Atienza se escribió en la madrugada del domingo de Pentecostés del año 1162, a las puertas de una ermita que, restaurada siglos más tarde, alza su nimio campanil en el fondo de un vallejo que dicen de La Estrella. Esa es la advocación mariana a la que rezan los atencinos. A sus puertas danzaron los arrieros de la villa, allá a las del alba, para burlar las huestes del monarca leonés que pretendían arrebatarles al rey niño Alfonso VIII, quien como uno de tantos viajaba con los demás disfrazado de recuero y a lomos de acémila.

      
      En Cendejas del Padrastro, donde el valle del Henares se abre a las sierras del norte, tienen como meca, tanto para propios como para comarcanos, el santuario de la Virgen de Valbuena. Durante la mañana y parte de la tarde en el último domingo de mayo, las gentes de una veintena de pueblos suelen acudir a la cañada de Valbuena con sus cruces parroquiales en romería. La primitiva imagen de la Patrona de aquellos valles desapareció profanada durante el verano de 1936. En la paz del santuario, los paisanos besan con fervor cada primavera la cabecita menuda de la primera imagen, lo único que quedó perdido entre las cenizas después del saqueo, y que conservan en una urna o relicario de cristal a la veneración de los fieles.
           
Dicen que en el santuario de la Virgen de Montesinos, término municipal de Cobeta en el Alto Tajo, se convirtió a la fe cristiana y se hizo ermitaño un capitán moro llamado Montesi­nos, tras haber sido curada de parálisis una pastorcilla que solía apacentar por aquellas dehesas. La primitiva ermita del siglo XII desapareció doscientos años más tarde, siendo reedifi­cada en 1512 y acondicionada a principios del siglo XVIII. Tiene fama de milagrosa la imagen de Nuestra Señora de Montesinos. La anual romería se suele celebrar la víspera de la fiesta de la Ascensión. El paraje en el que se levanta aquel importante foco de devocio­nes, junto al arroyo Arandilla y bajo los riscos, es uno de los más apacibles y espectaculares que tiene la provincia.
          
  En Molina de Aragón, Corduente y Ventosa, veneran con especial fervor a la Virgen de la Hoz, y por añadidura en las demás tierras del Señorío de las que es reina y señora. Su devoción se pierde de puro antigua en la noche de los tiempos, y por tanto está basada en un hecho sobrenatural (historia, leyen­da, tradición) que por aquellos lugares la gente bien conoce. Fue un pastor de Ventosa quien descubrió, por primera vez bajo aquellos riscos, los fulgores de la Madre de Dios mientras buscaba en noche oscura una res que se le había extraviado a orillas del río Gallo. Qué decir de la devoción de los molineses a la Madre Común. Qué al espectáculo natural del Barranco, bajo cuyos impresionantes farallones se esconde la ermita. Qué de las fiestas y romerías que durante siglos se han venido celebran­do a su sombra...
            Los principales santuarios marianos que hay por la Alcarria son cuatro: el del Madroñal, el del Saz, el del Peral y el de la Esperanza. Hay varios más, qué duda cabe, pero debo reconocer que como caminante de aquellas tierras son, al menos para mí, los más representativos. En ellos se veneran las imágenes de la Virgen que son patronas de Auñón de Alhóndiga, de Budia y de Durón. La Virgen de la Alcarria se venera en la iglesia de Fuentes. Debiera ser, así se me ocurre, la patrona de toda la comarca, pero no lo es. La primitiva imagen de Nuestra Señora del Madroñal, no es la que hoy veneran -pequeñita y solemne- en el santuario que da vista a las aguas del Entrepeñas, no; aquella la destruyeron cuando la Guerra Civil; dicen que la talló el evangelista San Lucas. La de la Esperanza de Durón, se asoma también al embalse desde el mirador de su nueva ermita, que sustituye a la que, con gran dolor de todos, un día se tragaron las aguas del pantano.

            En Alhóndiga, cerca de las riberas del Arlés, queda la romántica ermita de la virgen del Saz. Dicen que se apareció por allí sobre uno de los sauces que rinden su ramaje a la par de las fuentes. El pueblo celebra su tradicional romería el lunes de Pentecostés, como voto de gratitud por haber salido indemne de los desastres del cólera que asoló la comarca en 1833.
            La villa de Budia dedica sus plegarias cada año a la Virgen del Peral, cuyo santuario se halla a media legua del pueblo. Gozó la ermita del Peral de una valiosa colección de obras de arte, entre las que había que contar la propia imagen de su Patrona, desaparecida como tantas más en 1936. Las fiestas con romería hasta la ermita tienen lugar el segundo domingo de septiembre.
            Una vez agotado el espacio del que se dispone para este grato menester, uno se da cuenta de que apenas si ha cubierto los primeros pasos por los santuarios marianos de la provincia de Guadalajara. Fuera de nuestra relación se quedó el de Santa María de la Salud de Barbatona; el de la Virgen de los Olmos de Maranchón, el de la Virgen del Robusto en los campos de Aguilar, el de la Bienvenida en El Recuenco, el de la Virgen de la Vega a los pies de Valfermoso y a orillas del Tajuña...
            Existen dos trabajos sobre esta misma temática que recomien­do al lector. Se trata de los libros "Rutas marianas de Guadala­jara", de Epifanio Herranz, y "Advocaciones marianas alcarreñas" de Jesús Simón. Resulta hermoso perderse -más ahora que el tiempo es propicio- por las páginas de estos libros que, con el tiempo, habrá que considerar clásicos y en cualquier caso imprescindibles dentro de la nutrida bibliografía de esta tierra.

(Las las fotografías pertenecen a los santuarios del Madroñal, Auñón; Los Enebrales, Tamajón; y de la Hoz, Ventosa-Molina)